Profesor Titular de Cirugía Cardiovascular (J), UCV
El desarrollo de nuestra especialidad fue turbulento en el medio latino. En nuestro caso, la sociedad venezolana siempre se ha caracterizado por un comportamiento difícil y complejo. Como escribí en mi libro autobiográfico Bajo el signo del absurdo, al comienzo de cualquier iniciativa hacia el progreso hay un rechazo radical, capaz de descorazonar a cualquiera, pero pasado algún tiempo, surge una incómoda aceptación, no exenta de cierta animosidad ante el éxito. Cuando comenzamos la cirugía cardiovascular experimental, hace ya 57 años, la aplicación clínica más frecuente de las suturas arteriales era la reconstrucción de vasos dañados por traumatismos y algunos intentos audaces de resección de coartaciones y aneurismas de la aorta, con éxito variable. Basta decir que, en 1955 Albert Einstein murió debido a la ruptura de un aneurisma de la aorta abdominal, diagnosticada con anterioridad en su fase crónica. Nuestros experimentos y publicaciones eran vistos con interés, pero pocos imaginaron el enorme campo que se abriría en el futuro y que conduciría al nacimiento de una nueva e independiente especialidad. Los pocos casos que nos fueron enviados en esa época (1958) eran de gran complejidad y gravedad: un aneurisma abdominal roto, encontrado al abrir el abdomen de un paciente agónico, con un diagnóstico erróneo(primer caso exitoso de tratamiento de un aneurisma de la aorta abdominal roto en Latinoamérica); un joven con la carótida primitiva destrozada por un balazo en el cuello (primer caso exitoso en el mundo de reemplazo de la carótida por una prótesis de material plástico); una ectasia de la aorta torácica descendente, que levantaba la piel de la espalda, y otros casos similares que, aún hoy, nos causarían graves preocupaciones. A pesar de todo, tuvimos éxito con las intervenciones y pudimos acumular una experiencia que nos permitió pronunciar una frase, durante mi conferencia en el Congreso Mundial de Cirugía Cardiovascular en Australia, en 1987, y que causó hilaridad en el auditorio: “On that time, God protected the innocents”.
Cuando intentamos aplicar nuestros conocimientos en el área de la medicina privada, nos enfrentamos con la hostilidad de la clase médica consagrada y de las clases sociales media y alta. De hecho, la recomendación constante era que los enfermos debían viajar al extranjero para su tratamiento. No había maestros de la especialidad en el país y, luego de nuestras pasantías por el exterior, fue necesario volar solos; así lo hicimos y logramos superar los obstáculos. Para las nuevas generaciones quizás sea difícil comprender la importancia de tener muy cerca docentes experimentados, capaces de dar un consejo salvador y hacer el camino menos arduo. Hoy podemos decir, con satisfacción, que los jóvenes disponen de esa inmensa ventaja gracias a la fundación y mantenimiento de una Cátedra de Cirugía Cardiovascular en la Universidad Central de Venezuela y de otros centros docentes en varios sitios del país. A ellos les corresponderá continuar la labor de enseñanza y entregar el comando a las nuevas generaciones que deberán implantar los adelantos técnicos que vendrán, con toda seguridad.
Para ser cirujano cardiovascular, además de cierta habilidad, hay que hacer gala de una tenacidad a toda prueba y, además, como dijo el Dr. Walton Lillehei “tener el valor de fracasar”. ¡Cuánto deseamos hoy haber tenido, al comienzo de nuestra experiencia, un conocimiento más completo de los problemas derivados de unas patologías tan complejas del sistema cardiovascular y de los peligros inherentes a la naciente circulación extracorpórea! Pero no era posible, porque iniciamos esta cirugía en 1957, en una época cuando el Dr. Denton Cooley decía que la circulación extracorpórea era “una agonía controlada”. Por suerte, no reaccionamos ante los problemas como lo hizo el Dr. John Gibbon, creador de la primera máquina corazón-pulmón- que se retiró en forma definitiva luego de la muerte de tres pacientes y a pesar de haber obtenido éxito en la primera intervención, en 1953. Respeto su decisión ante la desgracia, pero creo que ha debido seguir adelante, tal como lo hicieron tantos valientes pioneros.
Mientras experimentábamos altibajos y continuábamos una lucha que, a veces, parecía ser estéril, nuestra especialidad siguió adelante y cada día aparecían nuevos cambios. La cirugía “a corazón abierto” con circulación extracorpórea se hizo algo rutinario en muchos centros del extranjero y su aplicación permitió corregir defectos congénitos y tratar con éxito las lesiones valvulares adquiridas. Nuestros colegas latinoamericanos asimilaron rápidamente los nuevos conocimientos y, en ciertos casos, simplificaron y mejoraron las técnicas. En Venezuela nuestro proyecto tuvo un éxito total, después de innumerables incidentes y confrontaciones. Con la fundación de una cátedra independiente en la Universidad Central de Venezuela, en enero de 1968, se reconoció la cirugía cardiovascular como una especialidad diferente de la cirugía general y cesó el humillante flujo de enfermos hacia el exterior; salvo los políticos de siempre que, como sabemos, tienen organismos diferentes al común de los mortales. Ya nadie cuestiona la eficiencia de nuestros equipos humanos o mecánicos y la cirugía de los vasos y del corazón es efectuada a diario en muchos centros de nuestro territorio. A veces, la capacidad y pujanza de algunos colegas del interior, los coloca en una situación de igualdad y hasta de superioridad con respecto a los que ejercen en la capital.
Es justo renovar aquí nuestro agradecimiento a los Dres. Michael E. De Bakey y Denton A. Cooley, de la Universidad de Baylor (Houston, Texas, USA), quienes nos brindaron sus enseñanzas con la mayor eficiencia y desprendimiento. También para algunos profesores venezolanos, entre los que destaca el Dr. Hermógenes Rivero, siempre generoso y estimulante.
Como siempre, nuestro grupo humano, con sus fuertes características latinas, influenciadas por la imaginación de permanentes gestas heroicas(algo así como las cacerías de leones africanos que soñaba el célebre Tartarín de Tarascón, mientras descansaba en su casa, en un cómodo sillón), ha aplicado de nuevo la ley matemática del todo o nada y, de la negación, matizada con ataques virulentos, de unas pocas camas en un hospital docente, ha pasado a la construcción y dotación de enormes instituciones dedicadas al tratamiento de patologías con muy poca influencia en la salud pública, tal como se ha comprobado en los países más desarrollados. Si se hiciera una evaluación del costo de cada una de las intervenciones que allí se realizan, se vería fácilmente que con esas erogaciones exageradas se hubiera podido llevar a efecto una labor de salud pública más cónsona con la realidad. Un ejemplo de esta política errónea es la construcción y mantenimiento de un hospital cardiológico, sólo para niños, una categoría de pacientes cuyo número es siempre pequeño y que pueden ser tratados en servicios especializados de hospitales generales. A veces, se intenta justificar ese derroche con manejos estadísticos, un intento con poca influencia en profesionales experimentados, pero así somos, y esa grave enfermedad parece no tener remedio.
En el exterior el progreso siguió adelante. El transplante cardíaco que, por desgracia, empezó con el estigma de la improvisación, ha llegado a su madurez, especialmente con el descubrimiento y uso racional de las drogas antirechazo. En forma paralela, se ha trabajado arduamente en el desarrollo de un corazón artificial, una invención nada fácil que aún enfrenta gravísimos problemas luego de treinta años de ensayo y error. Sin embargo, algunos modelos han logrado prolongar la vida, mientras se logra conseguir el donante para el trasplante; otros ayudan a mejorar la función del ventrículo izquierdo por períodos prolongados, en los casos de insuficiencia cardíaca intratable. Hasta en ciertos casos, como lo había pronosticado el Dr. Michael De Bakey, las células cardíacas se recuperan y pueden reanudar su función sin ayuda externa. Opino que las nuevas generaciones de cirujanos deben entrar de lleno en este campo que, sin duda, representa una parte importante del futuro de la especialidad.
Demás está decir que la cardiología clínica no presenció con agrado la invasión de sus territorios, pero para sorpresa de muchos, algunos de esos especialistas desarrollaron nuevos procedimientos, menos invasivos, y los ensayaron en millones de pacientes a los que tenían un acceso directo. Para hacer una indicación de esos tratamientos no tuvieron, ni tienen que consultar con nadie. Así pasamos del rechazo a las intervenciones al intervencionismo sin límites. Como todos sabemos, los resultados de esa gigantesca estadística han sido discutidos en miles de trabajos, especialmente en lo referente a la patología de las arterias coronarias. En esa forma, de la época de oro de la cirugía, cuando hombres como, Denton Cooley, Michael De Bakey, VikingBjork, Donald Effler, Norman Shumway y otros maestros de la cirugía, eran respetados como semidioses, hemos pasado a la proliferación de técnicos de gran habilidad que, armados de catéteres y prótesis, buscan reemplazar a los cirujanos con el argumento de que sus métodos son menos “agresivos” y menos costosos. Sin embargo, todo tiene un precio y es imposible negar que muchas de esas técnicas paliativas dan la impresión de ser menos estéticas y limpias que los procedimientos radicales. Para los que hemos operado aneurismas de la aorta, por ejemplo, la imagen de todo ese material intravascular residual-formado por trombos nuevos y antiguos y placas de ateroma- de terrible aspecto, con una prótesis colocada en su interior, es imposible que nos brinde satisfacción total, sin hablar de las posibles complicaciones. Vale la pena recordar aquí la conversación que presencié en Cleveland, en 1972, entre el cardiólogo Godofredo Gensini-que le mostraba orgulloso una arteria coronaria, irregular y rugosa, dilatada con catéteres- al doctor Donald Effler. Effler, famoso por sus comentarios incisivos, le dijo: “ Gensini, tú me recuerdas a la madre con un hijo feo. Para los demás, luce como tal, pero para ella, siempre será bello”. Tampoco es totalmente satisfactorio el resultado de la cirugía endovascular en las arterias de calibre mediano, como la femoral, tal como lo muestra el trabajo de Spence Taylor, publicado en el Journal of the American College of Surgeons(mayo 2010) donde, luego de un estudio comparativo de ambas técnicas en 765 pacientes, se concluye que “ la cirugía endovascular no ha resultado en mejoras de la revascularización , obliga a más procedimientos secundarios y no es menos costosa que la cirugía convencional”. Así que no nos dejemos arrollar por publicaciones interesadas y demos a cada enfermo lo mejor de nuestros recursos.
Voy a dedicar algunos párrafos a la difícil situación actual en Venezuela. Hablé de estos infortunios en nuestro Congreso Latinoamericano de Cirugía Cardiovascular, en el año 2007, pero como si se quisiera dar mayor vigencia al absurdo, nuestra clase médica ha sufrido nuevas humillaciones y algunas autoridades gubernamentales se han dedicado a hostigar a nuestros colegas, a destruir nuestro sistema de salud y a dar beligerancia a miles de supuestos médicos extranjeros en abierta violación a las leyes vigentes. Todos estos abusos han ocasionado un éxodo masivo de nuestra juventud médica a centros del extranjero, con la consiguiente escasez de residentes y de alumnos de postgrado. Debido a la prevalencia de estas condiciones deplorables, muchas cátedras -incluida la de cirugía cardiovascular de la Universidad Central de Venezuela- experimentan graves problemas para completar su personal, con severa disminución de unos servicios especializados que, precisamente, son de vital importancia para las clases más necesitadas. Mientras tanto, muchos hospitales del exterior se benefician con la actuación de competentes profesionales venezolanos.
Aunque parezca increíble, no se detienen allí las ofensas a nuestra profesión y ahora todo indica que se está graduando en forma apresurada a miles de pseudomédicos, luego de una “carrera” de dos o tres años, para que ejerzan en los hospitales públicos. Una vez más surge con todo el peso de su lógica la frase de los diálogos de Platón: “los culpables de todos los males no son los que saben ni los que no saben, son aquellos que creen saber y no saben”. Sólo nos queda rogar para que esta nueva desgracia, producto de la ignorancia y prepotencia, no nos haga aún más difícil la vida y cause más desastres en nuestro país.
Después de más de cincuenta años de lucha contra las enfermedades cardiovasculares, ¿qué ha dejado esta extraordinaria experiencia? Para tener una respuesta aproximada, debemos recordar que somos parte de una sección ínfima de un universo que tiene, al menos, una extensión de quince mil millones de años luz y que ni siquiera sabemos el motivo de nuestra existencia en una entidad cuyas monstruosas dimensiones, y su misma conformación, hacen imposible que la comprendamos en forma total. Siempre he pensado que las múltiples e imperfectas teorías sobre su formación y el origen de la vida se quedan cortas, por una sola y única razón: el cerebro humano es una computadora maravillosa pero no tiene la capacidad de entender el cómo y el porqué de la creación, desordenada en apariencia, de billones de estrellas y galaxias y tampoco de la razón de la presencia de un primate superior al que Desmond Morris definió como “el mono desnudo” y que yo me permito identificar como “el mono trágico” …y a veces “ridículo”; como los ejemplos que tenemos tan cercanos, de pretendida superioridad e intolerable vanidad. Sería una estupidez insólita pensar que este gigantesco escenario fue creado para servir de sitio de actuación a un ser cuyas imperfecciones pueden llevar a la destrucción del mismo planeta que lo cobija.
Me he permitido esta digresión, porque los humanos no somos responsables solamente ante una comunidad con unos límites artificiales y una bandera, sino ante el mundo donde hemos vivido. Pienso que, en medio de nuestra mediocridad, podemos tener motivos de satisfacción, porque los miembros de nuestra especialidad han sido capaces de curar defectos y enfermedades antes mortales y han abierto un camino para prolongar la vida y hacerla más tolerable a millones de enfermos. Si en algo hemos podido contribuir a esta labor admirable, nuestro paso por la vida podría estar justificado.